Decir que Guillermo Del Toro muestra un especial interés por los monstruos es un hecho constatable en su filmografía (Cronos, 1993; Hellboy, 2004; o El laberinto del fauno, 2006). “La forma del agua” (“The Shape of Water”, 2017) es otro ejemplo de este interés. Es un cineasta por un gusto por el cine “gore”, fantástico y de horror, pero, por fortuna, a ese cóctel molotov le impone cierta personalidad que le hace destacar de la mayoría que acaban sumergiéndose en los “clichés” adocenados sin imprimir nada novedoso ni decencia estética ni artística. Tampoco olvidemos que en su lista de las 10 diez mejores películas en la votación de 2012 de la revista Sight & Sound aparecen 4 películas con monstruos: Nosferatu, Frankenstein, Freaks y La bella y la bestia.
La película que se estrena ahora bucea en el mundo de lo fantástico y lo adorna con ribetes de cine negro y de terror. A nivel temático, sí es cierto que no aporta nada nuevo ni tampoco es una evolución dentro de su obra, aunque desde mi punto de vista es la película mejor trabada narrativamente junto con “El laberinto del fauno”. La razón por la que no es una obra maestra, aunque sí muy notable, es la poca definición de algunos personajes o tópicos trillados como los espías rusos o escenas tan poco atractivas como innecesarias como la descripción de la vida personal y familiar del personaje Strickland interpretado por Michael Shannon que no aportan poco. El aspecto que sí se nota la maestría de Del Toro es la factura visual, muy cuidada, donde dominan las tonalidades verdosas, aturquesadas que simbolizan todo aquello relacionado con el agua, el monstruo, y lo fantasmagórico. No olvidemos que el color verde en la cultura occidental y sobre todo en los países anglosajones el mundo onírico y la muerte. Del Toro, como gran cinéfilo que es, tiene gran filiación con el cine fantástico clásico y el cine de serie B. Se ve gran inspiración con un título mítico de esa serie B, bendita serie B, que con poco dinero alumbraba auténticas obras maestras frente a otras obras con millones de euros/dólares con mucha pirotecnia técnica y nada más.
Esa película es “La mujer y el monstruo” (1954) de Jack Arnold. Solo hay que ver la escena en la que Eliza Espósito, la protagonista se abraza a la criatura bajo el agua, y las escenas en las que los dos monstruos, el de Arnold y el De Toro se fascinan y sienten atracción hacia las féminas humanas. El otro punto que me parece muy acertado es su protagonista, Eliza Espósito, interpretada por una excelente Sally Hawkins dando fuerza, delicadeza y emotividad a su personaje. Este personaje, muda de nacimiento por un hecho luctuoso, otro “freak” para los demás, y que solo interactúa y se abre con su vecino y amigo Giles, interpretado por Richard Jenkins, otro “inadaptado” por su condición sexual.
El otro personaje es su fiel compañera, Zelda (Octavia Spencer) quien le ayuda en la empresa a expresarse por ella. La relación que se establece entre la criatura y Eliza desde que se conocen hasta el final, donde la falta de comunicación “oral” es sustituida por otro lenguaje, signos, miradas, gestos que son más profundos que los expresados por la voz, donde la oralidad es signo de poder, mentiras y traiciones. Este aspecto temático es, junto con las escenas entre Eliza y el monstruo y la impecable factura visual que da con el tono y espíritu de la historia, lo mejor de esta película que no dejará a nadie indiferente.
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